miércoles, 27 de abril de 2011

elegir la ira (no. 56)


De los muchos puntos de donde puede surgir una novela, el que más me ha impresionado es la ira. Desde luego, no la ira ciega, arrebatada, del impulso visceral, sino la que se mete en el cuerpo en un momento indescriptible y va echando raíces durante muchos años, tal vez, para no morir nunca. Esa ira producto de la impotencia, de la injusticia, de la violencia extrema, de lo inexplicable que puede llegar a ser el hombre cuando atenta contra sí mismo y sus semejantes; una ira genuina, asumida a cabalidad: la ira fría de quien tiene razón pero en su inmediatez no le sirve de nada.
Enfrentarse a una historia como El cerebro de Kennedy de Henning Mankell, es atestiguar algunas de las muchas máscaras que suele adoptar la vileza humana. Conocerla a través de los personajes y la intriga urdida por el autor, es experimentar, en un punto incierto de la conciencia, un arrebato de ira inmóvil en el que sólo quedan flotando miles de preguntas y un desasosiego del que cuesta trabajo despertar.
El mundo, como hasta entonces lo había conocido la arqueóloga Louise Cantor, desaparece de súbito cuando llega a visitar a su único hijo, Henrik, y lo encuentra sin vida en su departamento. La obstinación por llegar a comprender esa muerte y lo que ella sospecha fue un asesinato, la llevan a seguir las pistas dispersas de un hijo al que, presiente, llegó a conocer muy poco. Entre Suiza, Barcelona, Madrid, Grecia, Australia y el África, Louise irá reuniendo las piezas de un rompecabezas que sólo a momentos aparenta adquirir sentido ante sus ojos, mientras algunos de los ámbitos más crueles y miserables de los hombres se le revelan inesperadamente.
La epidemia del SIDA, los experimentos con humanos, la manipulación de las posibles curas de la enfermedad, la vida como portador del virus, las infinitas posibilidades de contagio, la prostitución, la pobreza extrema, el racismo y la discriminación, toman sitio en la novela de forma paulatina pero no por eso menos contundente. Las rutas por las que Louise Cantor descubre los resquicios por donde se cuela la brutalidad de la epidemia, se ven marcadas por sus propias dudas e inseguridades, por su visión de madre, arqueóloga y mujer, lo mismo que por su carácter siempre alerta y el gran dolor inherente a la pérdida del hijo.
En todo momento, la novela mantiene el suspenso tanto de lo que ha pasado como de lo que está por suceder, aderezado con la presencia de sombras vigilantes, desapariciones y asesinatos que no requieren del escenario explícitamente sanguinario para conmocionar al lector y remover los espacios más recónditos de su conciencia. Todo lo contrario, la omisión de las especificaciones físicas de una muerte le devuelven a la vida el valor que en estos tiempos parecer haber perdido.
Como acostumbra Mankell, una vez concluida la novela inserta un breve colofón donde apela al estatuto de ficción que rige cualquier novela. Hay en estas aclaraciones una confesión: la imagen de cómo moría de sida un joven africano lo acompañó en todo el proceso de creación de la novela. Al final, asume la ira como punto de partida de esta novela y sobre todo como una decisión:  “Ni que decir tiene que lo que aquí queda escrito es exclusivamente el fruto de mis propias elecciones y decisiones. Como también lo es la ira, esa ira que me movió a escribir la novela”.


Mankell, Henning. El cerebro de Kennedy. México: Tusquets, 2006.


(p.d. lo que quería preguntar es qué hace falta para transformar esa ira en una vía de reflexión y toma de conciencia frente a un panorama como el de México hoy…)

lunes, 28 de marzo de 2011

La urgencia de un asombro (no. 55)

“Cultivé lo transitorio, el asombro, la escritura a mano, leer y releer vigilia insomne, macetas en cada rincón posible, añoranzas de un edén inexistente…”
Soliloquios
E.S.

Como si de un epitafio anticipado se tratara, en estas palabras de Esther Seligson parece sintetizarse uno de los múltiples puntos de partida para acceder a su escritura: esa vitalidad del asombro ante la vida y todos sus reveses, misterios, revelaciones y nostalgias.

El escrito a mano lleva necesariamente impresa la huella de nuestro pulso, el temblor de nuestros dedos húmedos apresando la pluma, mientras la palabra, a veces justa, a veces espontánea, se desliza sobre cualquier trozo de papel improvisado. Este garabateo impostergable se presenta como una irrupción del lenguaje que obliga a concretar en palabras escritas la urgencia de lo que de pronto conmueve y modifica nuestra forma de mirar y estar en el mundo.

A pesar de su aparente dispersión, los textos que conforman Escritos a mano (título también del primero de los cuatro apartados incluidos en el libro) reúnen en su diversidad la evidencia de algunas de las grandes obsesiones que permean la obra de la autora. En primer término la de la escritura como esa “única tierra prometida que le espera al escritor” y la del libro como “la única ciudad santa que le da cobijo”; y más allá de la relación sagrada entre las palabras y las cosas, la de la palabra escrita como medio para dar constancia de impresiones, experiencias y reflexiones. Por esta razón, los textos aquí reunidos participan de una multiplicidad de formas según el tono que exija la experiencia; así, epígrafes, aforismos, cuentos, poemas, entradas de diario, episodios de viajes, diálogos, ensayos, prosas poéticas y bosquejos de narraciones inconclusas, se dan cita para profundizar en la complejidad del lenguaje literario y sus infinitos recovecos.

En segundo término asistimos a una serie de textos que bajo el título de “Jerusalem” dan cuenta de la fascinación por esta ciudad milenaria llena de contrastes, innovaciones, correspondencias, y trazan el mapa personal de ese espacio atravesado por la impronta de la espiritualidad, el misterio, pero también por un abigarramiento cosmopolita y nuevo, que encuentran su equivalente en la idea de que “para todo jerosolimitano, Jerusalem sea un-una Amante que cada cual recibe según su hambre y su sed de Dios…”. Los distintos periodos en los que la autora regresa a la Ciudad Celeste se ven siempre envueltos por la reflexión, producto de las mismas preguntas: “¿Cómo habitamos los espacios? ¿Responden siempre a nuestros horizontes interiores?”… y quizá la respuesta es un “sí” vestido cada vez con un paisaje y un nombre distinto.

El tercer apartado de Escritos a mano, titulado “Reflexiones de un perplejo”, consiste en un conjunto de nueve ensayos breves dedicados a la llamada “circunstancia judía” y fechados en el otoño de 1982. Desde un tono formal y sobre todo crítico, Seligson desarrolla una serie de reflexiones en torno a la complejidad de la cultura judía en un contexto donde la convivencia de religiones, razas, ideologías, intereses y posturas políticas en constante pugna, se perfila hacia un punto por demás álgido, pero que aún admite posibles vías para una (quizás utópica) conciliación.

Por último, la escritura se vuelve, en el cuarto apartado titulado “Diario de un viaje al Tíbet”, conciencia de la imposibilidad de traducir la experiencia divina al mismo tiempo conocimiento lúcido de que se ha llegado a un estado de plenitud inefable. Las entradas de este diario, si bien dan cuenta de episodios sencillos, primeras impresiones y anécdotas de viaje, a ellas subyace la revelación de lo que se asimila sólo con el paso del tiempo:

Empezar la redacción de esa memoria-itinerario me ha llevado bastante más de un año de espera interna, una silenciosa y a veces turbulenta decantación, decantación imposible de traducir porque la fuerza de las imágenes y sensaciones era poderosa más allá de la escritura, hasta que poco a poco se incorporó al mismo ritmo de mi sangre, a la materia de mis sueños, al aquí y el ahora […] sé que lo que hoy toco, digo y hago está entramado en una luz, en una entereza, una plenitud, como si la transparencia del paisaje y de los hombres y mujeres tibetanos le diera a mi presencia en el mundo un peso y un sentido, una continuidad que sólo puedo calificar de divinos…

Así, aunque la transcripción del diario se presenta casi intacta, con esa espontaneidad de la primera impresión, todos los sucesos de ese viaje al Tíbet, ahora lo sabemos, estarán resignificados por las mismas dudas al recorrer Jerusalem, por esa inevitable proyección de uno mismo en cada suelo que pisa.

Más allá de la escritura o la cuestión judía o la espiritualidad como temas literarios, los Escritos a mano dan cuenta de un vaivén de experiencias de vida que son como un ir y venir, a veces temerario a veces torpe, de lo terrenal a lo divino y viceversa; es la conjunción anhelante y nostálgica entre lo humano palpitante y un ansia de espiritualidad que parece respirar en todas las cosas, en las palabras que las nombran y en la vocación para escribirlas.


Texto leído en la presentación de Escritos a mano de Esther Seligson en la FIL del Palacio de Minería. Publicado en Laberinto, Milenio. Sábado 26 de marzo de 2011.

sábado, 8 de enero de 2011

el nombre solidario (54)

“Buscar las palabras –como si nos fuéramos a enamorar de ellas –amar –perseguir las palabras que nos empollan –todas las palabras”. La búsqueda se articula como punto de partida y destino final, como camino recorrido y por recorrer en una misma dirección que es siempre la del poema. La cuidadora del fuego, último libro de Amanda Berenguer (1921-2010), se constituye en muchos sentidos como un arte poética que va explorando las diversas nociones e interrogantes que han atravesado su quehacer literario.

A partir de una interacción entre elementos de la vida cotidiana y evocaciones de la banda Moebious y la botella de Klein, el encuentro con la poesía, y la poesía misma, se convierten en una insistente confrontación con el imposible y la paradoja. Como “un tránsito maravillado en doble dirección”, según define Roberto Echavarren en el postfacio, Berenguer asume el compromiso con la palabra para existir en ella, en sus resonancias y sus silencios, en sus inherentes contradicciones en tanto que portavoz de la propia vida.

Un poema es una criatura especialísima/ que el poeta elabora con tan delicado y obstinado rigor/ hasta el momento mismo en que siente/ que se le escapó de las manos –/ y entonces todas las vueltas lógicas que hacemos/ sobre su texto son inútiles. Él/ está en otra dimensión (“Otra dimensión”).

En un juego de espejos muy similar al que rige las imágenes de Escher, los poemas de Berenguer son simultáneamente autonomía de la palabra y obsesión de quien escribe, y en medio de esa lucha, una multiplicidad de formas, matices y situaciones destinadas a procurar el florecimiento del detalle.

La cuidadora del fuego es, según esta lógica, un adentro y un afuera, un decir el microcosmos íntimo implicando la inmensidad cósmica inabarcable. Desde el ámbito privado del hogar, las pequeñas cosas se traducen en palabras para hablar de la grandeza del universo y del carácter sagrado propio del nombrar a través de la palabra.

Palabra dueña y señora de la naturaleza toda. Pensamiento
encarnado en sangre letrada. Figuración vidente de lo imposible.
Palabra: signo sagrado. Hija del habla –locución de tiempo
memorial –
poseedora del grito y del lamento –de la guerra y de la paz.
Decisiva palabra que nos hiere y que nos salva al mismo
tiempo –
o nos cubre de alma –o nos deja al borde del infinito –por
sus letras
insomnes sostenidos (“Al borde del infinito”).

Esta divinización de la palabra, sin embargo, no permanece únicamente en el plano del poema y la paradójica intención de querer nombrar lo inefable, sino que adquiere una complejidad todavía más intrincada al tener que enfrentar la cercanía de la muerte. “Sentir la vejez es como denunciar al asesino” leemos en “La casa está invadida” y esa denuncia es al mismo tiempo escapatoria y cárcel, empeño y derrota. Las estrategias son múltiples, como múltiples son los rostros de la vida que intuye la muerte en cada día y en el espíritu que habita y modifica las cosas.

Mi experiencia/ es tratar de marcar el tiempo –/ de hacerle unas señales con la palabra – (“Marcar el tiempo”).

Ser ordenada, o más bien, ordenar, es mi manera/ de escapar al caos. ¿Ordenar es crear?/ La creación caótica también existe (“Hojas de oro”).

Tiempo, creación, orden y caos, espejismo, memoria e historia, son los engranajes que lentamente le van dando vuelta al sentido de esa búsqueda inicial del lenguaje, aunque al final siempre haya “una injusta errata de la palabra” que lastima y se padece (“Árbol del dolor”). De cualquier modo, la escritura se asume como una lucha permanente, como una vocación por la palabra que renueva, transforma e insufla de vitalidad el cotidiano.

Para apurar el levantamiento/ simultáneo de otra cosa –/ de verdad y vida y compañía –/ para asumir la responsabilidad/ de toda batalla –/ firmo esta noche/ mi nombre solidario (“Arte poética”).



La cuidadora del fuego fue recientemente publicado por la Editorial La Flauta Mágica en Montevideo. La recopilación de textos y el postfacio estuvieron a cargo de Roberto Echavarren e incluye una entrevista a la autora realizada por Silvia Guerra.