lunes, 9 de febrero de 2015

la escritura fantasma del destino (no. 79)



Por muy difícil que resulte para algunos creerlo, cada cosa que hacemos repercute y afecta a todo lo demás. Estamos unidos por lazos invisibles y no importa cuán lejanos nos encontremos los unos de los otros en el tiempo y el espacio, esos lazos no se rompen ni desaparecen. No se trata únicamente de vínculos consanguíneos o emocionales, sino de una infinita red de concatenaciones de actos, pensamientos, omisiones, discursos, creaciones, destrucciones y silencios. Aunque algunos les llamen simples coincidencias, tanto a nivel individual como a nivel de grupos más amplios (una sociedad, un país, un continente, el mismo género humano), estos vínculos articulan la Historia y las historias que conforman nuestro presente.
Queramos o no la pregunta queda siempre ahí: ¿qué hubiera pasado si en vez de hacer esto hubiera hecho lo otro, dónde estaría, con quién, cómo, seguiría vivo? Al modo de la noción de los “yos exfuturos” desarrollada por Héctor Abad Faciolince en Traiciones de la memoria a propósito del ejercicio escritural, en cada decisión tomada permanecen latentes aquellos otros “yos”, los otros destinos que hubieran sido pero no serán y, del mismo modo, los lazos que decidimos implícitamente no crear.
Pensar en estas cuestiones tiene quizás algo de ocioso y mucho de fabulador. Sin embargo, también nos obliga a tomar consciencia de todo lo que se ve afectado cuando tenemos que elegir entre un sí o un no. Escritos fantasmas (1999) de David Mitchell (Reino Unido, 1964) es una novela que, de manera magistral y entrañable, echa a andar la maquinaria que entrelaza con líneas invisibles la vida en el planeta. A lo largo de nueve historias en apariencia inconexas, Mitchell nos sumerge en las profundidades más recónditas y oscuras del género humano, pero también en las más luminosas y donde aún hay cabida para la esperanza. A semejanza de su celebrada Cloud Atlas, Escritos fantasmas teje con sutileza los entramados de los destinos que solemos atribuirle a la casualidad, pues otro tipo de explicaciones nos resultaría ridícula o descabellada.
Okinawa, Tokio, Hong Kong, Mongolia, San Petersburgo, Londres y Nueva York, son sólo algunos de los lugares donde sucede apenas un fragmento de vida que se prolonga e impacta a los personajes de las otras historias. No es necesario conocerse o hablar entre sí, pues el más mínimo acto, el más vago pensamiento, tienen un efecto en los demás. Así, aunque cada una de las nueve historias se encuentra perfectamente articulada y es suficiente por sí misma, no es sino hasta que se le mira a la luz de las demás que adquiere su dimensión más profunda; muy similar a lo que sucede con la propia vida.
Una mujer en el camino hacia la cima de una Montaña Sagrada en China, un locutor de radio neoyorkino, un joven dependiente de una tienda de discos en Tokio, un empresario inglés en Hong Kong, una mujer miembro de una banda de contrabandistas de arte en San Petersburgo, una científica irlandesa que regresa a su pequeño pueblo después de muchos años, un ser incorpóreo viajando de huésped en huésped por Mongolia… hombres, mujeres, seres, animales, árboles: la vida misma siendo vida y conectándose a fin de sobrevivir. Por esto cada historia es mucho más que la narración de un personaje en su individualidad, es más bien un poner en evidencia cómo nuestros actos, omisiones, odios, fanatismos, filias y fobias, expresiones de amor o espontaneidad determinan el curso de la vida de los otros y al mundo entero.
A veces pareciera que es una lucha contra el individualismo la que emprende Mitchell y tal vez sea así, sin embargo, no lo hace con la vocación moralista de quien se cree poseedor de una verdad, pues sabe que su estrategia es mucho más convincente y poderosa: es un gran contador de historias. Este afán, desde que el hombre es hombre, de contarse historias cobra vida en la novela para arrojarnos a la cara la absurda historia de la humanidad en el último siglo, nuestra devoción por la guerra y por el poder, las ideas seguidas ciegamente para aterrizar en lo más mezquino, la habilidad despiadada y al parecer inagotable para destruirnos; pero también para asumirnos como seres finitos que forman parten de un mismo todo. Las palabras del ser incorpóreo que viaja por Mongolia en busca de su origen resultan reveladoras a propósito de esto, y su conversión al “humanismo” es, al mismo tiempo, reconocimiento de la bajeza de los hombres y reiteración de que aún hay esperanza al elegir vivir como uno de ellos:
“No puedo hablar de mi conversión ciega al humanismo, simplemente porque no fue así como ocurrió. Durante la Revolución Cultural, y cuando transmigré a huéspedes en el Tíbet, en Vietnam, en Corea, en El Salvador, tuve experiencias con seres humanos en combate, por lo general desde la seguridad del despacho del general. En las Malvinas los vi luchar por unas cuantas rocas. Como decía un ex huésped, <>. En Río de Janeiro vi matar a un turista por robarle un reloj. Los humanos viven en una ciénaga de engaño, explotación, tortura y encarcelamiento. Como especie, están continuamente desperdiciando una parte de lo que podrían ser. Este desperdicio es puro veneno. Por eso he decidido dejar de causarles daño a mis huéspedes. Ya hay veneno de sobra” (184).
Aún no tengo muy en claro por qué se trata de “escritos fantasmas”, salvo por la obviedad de que en cada historia de algún modo interviene algún elemento/personaje más cercano a la fantasmagoría que a lo que llamamos realidad. Tal vez sea que las historias narradas, por su sutileza, por la casi invisibilidad de sus vínculos, sean eso: la escritura fantasma de nuestros destinos dedicada a contrarrestar el veneno y hacerle un poco de lugar a todo aquello que podríamos llegar a ser.


Abad Faciolince, Héctor. Traiciones de la memoria. México: Alfaguara, 2010.
Mitchell, David. Escritos fantasmas. Trad. Víctor V. Úbeda. Salamanca: Tropismos, 2005.

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