lunes, 6 de abril de 2015

sobre el carácter infinito del libro (no. 80)



1.
En El libro salvaje Juan Villoro propone una idea con la que estoy completamente de acuerdo: en voz del despistado y libresco tío Tito, afirma que los libros son los que escogen a sus lectores y no los lectores quienes eligen los libros que habrán de leer. En esta proposición entra en juego lo que solemos llamar coincidencias afortunadas o simples –a veces muy extrañas– coincidencias. En la aventura emprendida por el protagonista (Juan), esta idea se complementa con el mágico matiz del amor, las complejas relaciones filiales, el poder de las historias narradas en los libros, el poder del lector y el supuesto (algo descabellado pero en el que también creo a fuerza de haberlo comprobado en repetidas ocasiones) de que los libros se mueven y cambian de lugar por sí solos de acuerdo con la elección de su siguiente lector.  

2.
Largo proceso de mudanza.
Día 1. Colecta de cajas de cartón lo suficientemente fuertes como para albergar un promedio de dos mil y tantos libros según mis últimos cálculos.
Día 2. Extenuante trabajo de reforzamiento de cajas con cinta canela y selección de los primeros ejemplares que serán empacados.
Noche del día 2 hacia la mañana del día 3. Larga meditación silente sobre los criterios de selección para el orden en que los libros serán almacenados en las cajas: ¿los que nunca me atreví a leer seguidos de los que no leeré en los próximos años o los que ya leí y no pienso repetir o los que no evidencian ningún sentido práctico para los próximos meses de mi vida seguidos de los que nunca supe por qué compré?

3.
Desde el librero de madera rústica destinado a albergar libros en gran formato y volúmenes sobre teatro, destaca un lomo azul cielo con letras blancas. No es de gran formato ni tampoco versa precisamente sobre cuestiones de arte dramático. Llegó ahí por sí solo, colocándose justo en la línea donde mi vista se posa cuando se desvía para mirar la nada. Además de haber cambiado de lugar (me es imposible recordar dónde estaba antes), brilla con una lucecita muy particular, ajena a los repentinos cambios de voltaje de este viejo edificio.

4.
“El mundo que se revelaba en el libro y el libro mismo no debían separarse bajo ningún concepto. De modo que, con cada libro, también estaban plenamente allí, al alcance de la mano, su contenido y su mundo. De la misma manera, aquel contenido y aquel mundo transfiguraban cada una de las partes del libro. Ardían en su interior, resplandecían en él; no estaban simplemente situados en su encuadernación o en sus ilustraciones, sino que se englobaban en la cornisa y en la mayúscula con que comenzaba cada capítulo, en sus párrafos y en sus columnas. Uno no leía los libros de un tirón, sino que los habitaba, se quedaba prendido entre sus líneas y, al volver a abrirlos después de una pausa, uno se encontraba por sorpresa en el punto donde se había detenido.” (Manguel 29-30)

5.
Día 4. Descanso.
Día 5. Fuertemente afectada por la lectura de El libro salvaje me propongo articular un criterio de selección semejante al que rige las secciones de la biblioteca del tío Tito: “Perros chicos”, “Quesos que apestan pero deleitan”, “El tigre de Bengala”, “Mapas del mundo antiguo”, “Los dientes de las abuelas”, “Espadas, cuchillos y lanzas”, “Átomos tontos”, “Motores que no hacen ruido”, “Jugo de naranja”, “Cosas que parecen ratón”, “Libros negros”, “Cómo salir del laberinto”, “La mermelada no es dinero”, “Flores carnívoras”, “El pescador y su anzuelo”, “Accidentes de aviación”, “Cohetes que no regresaron”, “Exploradores que nunca se fueron”, “La significación del silencio”, “Fútbol de ataque”, “1001 salsas de espagueti”, “Cómo gobernar sin ser presidente”. (Villoro 42-43).
Al final del día advierto, con cierto desencanto, que los volúmenes que me rodean no guardan, ni remotamente, semejanza alguna con los tópicos que llenan los estantes y el piso de la biblioteca del tío Tito.

6.
El libro azul cielo con letras blancas me obliga a abrirlo y me seduce al instante:
Leer para vivir
Gustave Flaubert
“Carta a Mlle de Chantepie”,
junio de 1857

7.
Día 6. La premura de resolver cuanto antes el asunto de la mudanza me hace desechar cualquier intento de selección que no sea el relativo al tamaño y al peso de cada libro. Las cajas se empiezan a llenar por igual con volúmenes de historia, teatro, cuento, teoría, crónica, poesía, novelas, antologías, diccionarios, revistas… Lo único capaz de detenerme en el camino de empacar el siguiente libro es que a ese libro en tránsito del librero a la caja se le ocurra elegirme como lector en este justo momento.

8.
Los días destinados a la mudanza se me distraen con la lectura de ese magnífico libro azul de letras blancas: Una historia de la lectura de Alberto Manguel. Como las coincidencias más afortunadas, es una lectura que desconcierta, hace reír, recordar y reflexionar acerca de asuntos en los que uno antes no había pensado; la fascinación que produce es semejante a la de los juegos, los laberintos y, claro, a la de la lectura misma.
Lo mejor es que es un libro en que se conjugan mágicamente las tres cosas.

9.
Día 8. Las cajas se llenan dejando grandes vacíos en los libreros y las paredes. La ausencia de los libros llena la casa, poco a poco, con un sutil eco, como si todas las palabras en ellos contenidas se repitieran a sí mismas en este inevitable proceso de dejar de habitar este lugar.
Quizá ellos también, a su manera, acostumbran despedirse.

10.
Una historia de la lectura es una historia de mudanzas y despedidas atravesada siempre por esa devoción hacia el desciframiento de la palabra escrita. Es anecdotario y viajero en el tiempo, que lo mismo trae a cuento el dato preciso que la simpática narración de antiguas costumbres lectoras y escriturales. Es recuperación del papel del lector, del autor, del traductor, del maestro, del escriba, del inquisidor. Es memoria y es reencuentro con otros lectores ávidos e incansables que, a pesar de cualquier cosa e incluso de la peor de las catástrofes, “tratan de seguir adelante, enfrentándose a obstáculos evidentes; están afirmando el derecho de todos a preguntar; están intentando encontrar, una vez más –entre las ruinas, en medio de esa asombrosa percepción que la lectura a veces concede–una manera lúcida de entender.” (Manguel 488).

11.
Día 9. Sobreviven unas cuantas repisas que se resisten a ser incorporadas a las cajas. Les he dado tregua ocupándome en una meticulosa taxonomía de los utensilios de cocina: los que son para regalar, los que participarán de la mudanza, los que aún no decido cuál será su destino, los que alguna vez llegaron a esta casa como resultado de la mudanza de un ser humano muy querido, aquellos cuyo origen es un absoluto e inextricable misterio, aquellos cuya utilidad es, igualmente, misterio hermético. De esta actividad deduzco que el universo del utensilio de cocina debe regirse por leyes semejantes a las del libro sólo que, para mí, mucho menos sugerentes.
Cuando me canso de las cajas, el polvo, la cocina y las categorías de las cosas, me refugio en los tres libros que me han elegido en este juego laberíntico que puede llegar a ser una mudanza: Una historia de la lectura, El libro salvaje y El diablo sobre las colinas del tristísimo Cesare Pavese y del cual, precisamente por ser tan tristísimo, no he podido decir una sola palabra.

12.
Me acerco a las últimas páginas de Una historia de la lectura con algo de impaciencia pero también con nostalgia. Quiero saber cómo termina este asunto sin querer que concluya nunca. El autor y el libro me escuchan y, después de todas estas páginas, yo creo que me han llegado a conocer un poco. Han visto el desastre en torno mío y se han librado apenas del polvo que nos cerca. “El último pliego” se abre sobre la mesa planteando las posibilidades de lo imposible: las historias jamás escritas, las nunca leídas, el deseo del autor de leer y escribir Una historia de la lectura, cuyo probable contenido (que no es el que hemos devorado a lo largo de quinientas páginas) nos va más o menos narrando con el mismo desorden que al final guardan mis cajas de cartón llenas de libros. Un par de páginas más de ese último pliego y todo estará dicho… Pero no. El tomo azul cielo de letras blancas vuelve a brillar apelando al hipertexto, a las posibilidades infinitas de lectura que es capaz de ofrecer un libro así, pues cada sección es intercambiable, resignificable y reinterpretable por sí misma. Lo mismo sucede con Una historia de la lectura, tanto la que tengo en mis manos como la que el autor imagina, pues a modo de consuelo ha dejado unas cuantas páginas en blanco para que el lector agregue, corrija, comente, divague e invente lo que le plazca. Mis expectativas no se cumplen, la nostalgia por el libro terminado no llega, pues “Me imagino dejando el libro junto a la cama, me imagino abriéndolo esta noche, o mañana por la noche, o la noche siguiente, y diciendo para mis adentros: <>” (508).

Manguel, Alberto. Una historia de la lectura. México: Almadía, 2011.
Villoro, Juan. El libro salvaje. México: FCE, 2012.